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Nos acomodamos en la sala expectantes y aparece por la puerta de entrada un tipo de los que denominamos "raro" y todos sabemos a lo que me refiero. Una persona de unos cincuenta y pico años que no ofrece ninguna confianza y al que, a priori, jamás le confesarías nada porque tienes grandes probabilidades de ser traicionado. El tipo se sienta en una silla y con una caja al estilo de Forrest Gump sin decir una palabra y sin esbozar ni la más mínima sonrisa saca una vela, una botellita con un líquido similar a un ron añejo y otra botellita con un líquido acuoso que lanza por el escenario a modo de agua bendita (recuerdo, porque es importante, que su público son principalmente niños entre 2 y 12 años y padres de esos niños que andamos más pendientes de ellos que de el "raro"). Tras esa pequeña performance, el "raro" empieza a hablar de su infancia y de su abuela que jamás le hizo caso y nunca le contó un cuento (más alegría para la infancia) y tras 32 minutos cronometrados de reloj ya empezó a contar un cuento, que era para lo que allí estaba "raromán". Si alguien se lo pregunta, a los 10 minutos mi hija ya me vino diciendo que tenía miedo y que se quería ir y, la verdad, no me extrañaba nada. Cuando me pareció que la tomadura de pelo ya era lo suficientemente consistente nos fuimos.
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