Los que tenemos la mala costumbre de desayunar fuera de casa nos damos cuenta que cada día nos enfrentamos a ello como si de un deporte del más alto riesgo se tratara.
Generalmente acudimos a lugares conocidos y donde nos conocen. Donde saben nuestros gustos y caprichos, donde te atienden con una sonrisa (no siempre), donde te leen la mente para que antes de llegar a la barra ya tengas puesto exactamente lo que habías pensado que, casualmente, es lo mismo que pediste durante los últimos 10 años a la misma persona y a la misma hora.
Pero el problema viene cuando tienes que enfrentarte a nuevos escenarios y nuevos gladiadores de la barra (bartenders como les llaman ahora los modernos). Ellos no saben lo qué tomas, no saben cómo te gusta, no saben si quieres que te hablen o prefieres que te ignoren, no saben nada de tí y lo que menos suelen saber es la capacidad que tiene tu lengua de soportar ciertas temperaturas porque no falla, cada vez que desayuno en lugar ajeno me ponen el ColaCao (yo deayuno siempre cola cao) hirviendo, dejando inutilizadas mis papilas gustativas durante un tiempo nunca inferior a 24 horas.
La parte positiva es que ese día puedo comer lo que quiera ya que no distinguiré su sabor. Puedo comer coliflor y pensar que estoy comiendo oricios, o comer un buen chuletón y pensar que son lentejas.
Quizás la próxima vez lo solucione todo si pido leche fría...
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